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Domingo

El cuarto de la furia

Los estresados por el tráfico, los hartos del trabajo, los apretados por las cuentas, los despechados por un desengaño amoroso ya tienen un lugar para liberar la rabia. Domingo vivió la experiencia de The Smash Club, el primer cuarto de la ira de Lima, donde vale romperlo todo a punta de comba y bate de béisbol.

Ubicado en el centro de Lima, The Smash Club de Rolando Wissar y Katherine Gutiérrez ofrece dos cuartos de la ira.
Ubicado en el centro de Lima, The Smash Club de Rolando Wissar y Katherine Gutiérrez ofrece dos cuartos de la ira.

Karla Paz bebe una botella de agua sentada sobre el puff de un piso escondido del centro de Lima. Por la ventana que da a la calle se lee un cartel que dice “Elevación”. La joven de 19 años acaba de vivir una experiencia que le ha causado el mismo efecto que unos masajes de spa o una clase de yoga, Karla se siente en paz. Estoy frente a ella y a su amiga Jade Jurado, quien casi está temblando por la adrenalina.

Las tres acabamos de pasar por el cuarto de la ira, un lugar donde nos estuvo permitido romper a punta de comba y bate de béisbol cuantas botellas y artefactos viejos se nos antojó. Estamos en The Smash Club y vinimos a este secreto lugar con la promesa de liberar
estrés, botar la furia y reconciliarnos con la vida con tan solo 30 minutos de romperlo todo. ¡Y vaya que lo conseguimos!

Esta fue mi experiencia smash [aplastar en inglés] en el primer cuarto de la ira de Lima.

Un discreto sticker pegado en una puerta metálica del jirón Villarán, cerca de la avenida Wilson, entre carteles de impresiones y arreglo de computadoras, llama la atención. Es la señal de The Smash Club, un lugar que se hizo conocido en redes sociales y que el boca a boca está volviendo muy frecuentado. Gente harta del trabajo, estresada por el tráfico, apretada por las cuentas, abrumada por la coyuntura política u ofendida por un desengaño amoroso es la que viene, mayormente, los fines de semana y los lunes a este espacio liberado para soltar sus iras.

Me recibe uno de los socios fundadores, Rolando Wissar (31), ex administrador de empresas, y me hace ingresar al minimalista recibidor de paredes blancas donde jala la mirada un viejo televisor pantalla plana de 55 pulgadas que reposa sobre una impresora maltrecha.

“Un cliente nos pidió un televisor de esas características para romperlo”, dirá

Katherine Gutiérrez (21), ex empleada de logística, que harta del trabajo, abrió junto a Rolando The Smash Club en septiembre de 2022. Los amigos venían masticando la posibilidad de emprender un negocio hacía tiempo, hasta que Katherine recordó un video de YouTube de gente en Japón gritando y rompiendo cosas en un cuarto aislado: “Tokio es una ciudad caótica, la gente vive estresada, Lima también lo es, el tráfico es infernal, dijimos por qué no abrir un cuarto de la ira aquí”, dice ella, y fueron a vivir las experiencias en
Arequipa y Tacna, los únicos lugares del país donde ofrecían el servicio.

Lo primero que hay que hacer para entrar a uno de los dos cuartos de la ira de The Smash Club es firmar un papel en el que declaro ser
mayor de edad, no haber bebido alcohol ni consumido drogas ni sufrir una alteración mental o cardíaca. Se puede entrar a los cuar-
tos en solitario o de a dos, siempre y cuando los usuarios sean conocidos, me dice Katherine. Por precaución, no se comparte la furia con extraños. Luego me visto con el equipo de seguridad: mameluco, guantes anticorte, máscara facial o lentes protectores. Es indispensable llevar zapatillas de suela alta y evitar las de tela.

Katherine me conduce al cuarto de la ira más pequeño de dos por tres metros cuyas paredes están totalmente aisladas. Entrar en él es pisar en territorio minado, hay pedazos de vidrio en el suelo, nada se toca sin los guantes puestos, una minúscula astilla de vidrio podría causar una herida. El paquete que me corresponde es el básico de 69 soles, es decir, tengo a mi disposición veinte botellas y un pequeño aparato electrónico para romper, la sesión durará 20 minutos. Por un poco más de soles, hay paquetes de 30 minutos que incluyen más botellas y aparatos más grandes o a pedido.

Empiezo mi turno con el uno, dos, ultraviolento de Los Violadores como música de fondo.

Una, dos, tres botellas de vidrio vuelan en mil pedazos por acción del bate de béisbol. Uno, dos, tres veces golpeo sádicamente la comba contra una vieja radiocasetera Miray que hecha añicos se unirá al montículo de teevisores, impresoras, monitores, pantallas rotas que domina la habitación. Esta chatarra es lo acumulado en una semana, me dirá después Katherine, es el desecho de la ira de los cerca de ochenta clientes que pasaron como un huracán por aquí.

Ya dijimos que, además de pagar por tres diferentes paquetes, los clientes pueden pedir objetos fetiche para romper por un costo extra. Por ejemplo, una pareja pidió un maniquí al que vistieron y colocaron la foto de alguien como careta. “Nos pareció un poco creepy, pero acá les damos el tiempo y el espacio para hacer lo que deseen”, dice Rolando, que subraya que no promocionan a sus cuartos de la ira como terapia: “Nosotros no indagamos en el problema, solo te damos un espacio para romper cosas y descargar emociones”. Aunque cuenta el joven que hay clientes que vienen con su coach o hacen videollamadas guiadas durante su sesión de furia.

Cuando concibieron el negocio, los socios proyectaron como su público objetivo a hombres oficinistas de 20 a 40 años, pero, en la práctica, las que más vienen son mujeres de 18 a 30 años, y parejas jóvenes que ven a esta actividad como la mejor forma de romper con la monotonía. “Aquí vienen mujeres solas a cerrar ciclos, parejas a celebrar sus aniversarios, oficinistas estresados que piden laptops o PC para romper”, dice Katherine.

Media hora de destrucción es suficiente para salir del cuarto de la ira con el polo chorreando de sudor y la cabeza vacía de problemas. Karla Paz y su amiga acaban de salir del cuarto contiguo al mío, han roto un lector de DVD, le han dado duro al saco de box y han
purgado la rabia que les dejaron sus últimas rupturas amorosas y el hecho de no conseguir trabajo.

“Lo hemos sacado todo”, dice Jade, mientras muestra en el celular la grabación de su sesión de ira. Afuera se escucha el claxon endiablado de los autos de la avenida Wilson, pero aquí adentro no hay prisa, el efecto de romperlo todo es un buen anestésico para enfrentar al caos de la ciudad.

Periodista en el suplemento Domingo de La República. Licenciada en comunicación social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y magíster por la Universidad de Valladolid, España. Ganadora del Premio Periodismo que llega sin violencia 2019 y el Premio Nacional de Periodismo Cardenal Juan Landázuri Ricketts 2017. Escribe crónicas, perfiles y reportajes sobre violencia de género, feminismo, salud mental y tribus urbanas.