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Madrastra de la patria, por Maritza Espinoza

“¿Con qué cara puede la señora, cuyo Gobierno se tambalea entre errores y corruptelas, cuestionado por todos los organismos de DDHH (…), intentar erigirse como la madre de la nación?”.

¿Qué diablos pasaba por la cabeza de Dina Boluarte cuando, hace unos días, se le ocurrió provocarnos espeluznantes pesadillas edípicas con eso de “yo soy la mamá de todos los peruanos y César Acuña, el papá”? Francamente, yo quisiera creer que la doña le estaba coqueteando al dueño de Alianza para el Progreso —algo así como “juguemos a la mami y al papi, ¿ya, Cesitar?”— y que se le pasó la mano del disfuerzo, pero me temo que la frase de marras ocultaba un subtexto menos galante y más calculador.

Boluarte, es obvio, estaba intentando hacer uso del recurso más manido de los tiranuelos populistas, que es infantilizar a los ciudadanos y colocarse, ella misma, en la posición contra la que ningún niño puede rebelarse: la autoridad paterna. O sea, el equivalente exacto, pero edulcorado, de decir “¡en esta casa mando yo!” o, cual Darth Vader de acento chalhuanquino, exclamar: “Luke, ¡yo soy tu madre!”.

Claro que, poco después, al comprobar el desastroso efecto de su frase, quiso barajar la cosa diciendo que, cuando la pronunció, se refería a trabajar “con el cariño de madre”. Nadie le creyó, por supuesto. La puesta en escena había sido cuidadosamente escrita y diseñada para darse en el momento justo y lograr un efecto que se fue por el desagüe.

Tal vez alguien —alguno de esos asesores desastrosos que la hacen meter la pata cada dos por tres— le hizo creer que, ¡esta vez sí!, tenían el discurso que la iba a disparar hacia arriba en las encuestas. Ya hasta me imagino el rollo sociológico: ya que los peruanos tenemos una carencia emocional que nos hace andar por la vida buscando un padre —o un inca, como en el famoso título de Alberto Flores Galindo—, ¿qué mejor que presentarse como la encarnación de la Mamapacha que nos hará tragarnos todas las ruedas de molino de este gobierno?

¡Craso error! La doña se fue de muelas, porque, incluso si estuviéramos buscando un inca (o una colla, para ser congruentes con el género), la última Mama Ocllo que elegiríamos sería justamente la señora que anda mandando apalear a todos los “hijitos” que protestan y que se hizo la loca con el asesinato de medio centenar de ellos. ¿Quién querría ser apapachado por una madre así de siniestra?

Obviamente, ante tremendo alarde demagógico, solo nos provocaría responderle: “No, señora, los peruanos no somos sus hijos ni queremos serlo. Somos ciudadanos adultos y autosuficientes. Y, más aún, somos sus empleadores, a los que usted debe respeto. No nos venga con huachaferías insultantes”.

Lo que Boluarte tendría que entender, antes de volver a lanzarse con frases que llaman más al instintivo rechazo que al aplauso (salvo el de su portátil combinada con la de Acuña), es que para que un mensaje tenga alguna llegada a las emociones de la gente debe no solo tener un asidero con la realidad —y la suya es un paupérrimo dígito de popularidad—, sino que debe haber coherencia entre el significante y el significado. 

En semiótica, la representación mental de una idea y su expresión sonora —el habla— son dos caras de un mismo concepto. Para que haya coherencia, lo que dice (significante) debe guardar relación con lo que se piensa (significado). Y no hay que ser Freud para saber que el subconsciente de la doña no guarda la más mínima conexión con las palabras que salen de su boca, (mal)diseñadas siempre con el propósito de causar algún efecto político que, por suerte, nunca le liga.

Cuando en el cerebro de una persona se da una desconexión constante entre lo que piensa y lo que dice, se produce una disonancia cognitiva que puede resultar nefasta para su propia siquis. Los demagogos más hábiles lo saben. De allí que pongan en marcha todo un mecanismo de seducción que “maquilla” la veracidad de sus palabras para provocar una chispa con el sentir de las masas. ¿Ejemplos? El famoso discurso de “La vida es sueño”, que Alan García pronunció el 27 de enero de 2001, o, caso más cercano, las apariciones de Martín Vizcarra en lo peor de la pandemia, cuando salía a regañar a los niños malcriados que se saltaban la cuarentena con el tono sermoneador de un papá molesto.

De hecho, allí nació la vinculación emocional de muchos peruanos con el expresidente al que aún defienden en redes sociales, vínculo que ha resistido serias denuncias y una seguidilla de testimonios sobre presuntos actos de corrupción en su gobierno. En la cabeza de muchos, Vizcarra sigue siendo esa imagen paternal que calmó sus angustias durante un período oscuro y por eso son capaces de pasar por alto las dudas sobre su honestidad. Total, al papi se le quiere como sea.

¡¿Pero Dina?! ¿Con qué cara puede la señora cuyo Gobierno se tambalea entre errores y corruptelas, cuestionado por todos los organismos de derechos humanos y con una gestión ineficiente en todos los planos de gobierno, intentar erigirse como la madre de la nación? ¿Cómo se le ocurre, con la paupérrima imagen que se maneja, incluir al esperpéntico gobernador de La Libertad en su particular y espeluznante foto de una familia feliz? Poco le faltó, en esta instantánea que remueve el hígado, incluir a Nicanor Boluarte como “amoroso” tío y a Alberto Otárola como cálido padrino.

Pero volviendo a los fallidos asesores de Boluarte, es evidente que creen que el discurso paternalista —o maternalista— va a calar en el subconsciente de la gente. Tal vez confiados en la poca popularidad de los valores democráticos —ver el último índice de democracia de The Economist—, juran que basta que la tía lance un par de frases de dudosa índole emocional para que caigamos rendidos ante su autoridad.

Malas noticias. No tienen material para su estrategia. Por mucho media training que se gasten y por muchos expertos en imagen que contraten (con la nuestra), Boluarte ha perdido hace rato el tren de la popularidad y si alguna vez tuvo alguna oportunidad de llegar al corazón de los peruanos fue aquel mediodía de un 28 de julio hace casi dos años, cuando debió invocar a la unidad y ponerse un plazo como presidenta de la República, el justo para convocar a unas nuevas elecciones generales.

Después de eso, todo lo que pueda decir son solo palabras sin sustancia, que lo único que logran es que lamentemos a cada momento no tener a la mano el control remoto para hacerle mute.

Maritza Espinoza

Choque y fuga

Periodista por la UNMSM. Se inició en 1979 como reportera, luego editora de revistas, entrevistadora y columnista. En tv, conductora de reality show y, en radio, un programa de comentarios sobre tv. Ha publicado libro de autoayuda para parejas, y otro, para adolescentes. Videocolumna política y coconduce entrevistas (Entrometidas) en LaMula.pe.