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Las leyes y la insurrección, por Gustavo Montoya

"Los testimonios de la época dan cuenta que la profecía de Vidaurre se fue gestando con método. El hartazgo entre la opinión pública y luego la división del ejército para defenestrar al presidente”.

“Callarán por un momento las leyes para que renazcan las leyes”.

La frase que pertenece a Manuel Lorenzo de Vidaurre dice mucho sobre la tradición autoritaria que, desde las primeras décadas de la república, distingue el proceso y la cultura política peruana. Un ADN recurrente a lo largo de la tumultuosa y azarosa vida política de esta república a medio hacer. Una nación adolescente. La frase corresponde a un periodo de turbulencias sociales y la apertura del largo ciclo de motines, revueltas, golpes de Estado, revoluciones y guerras civiles. Es decir, todas las formas y modalidades de violencia política sistemática. Si se mira desde la historia de las mentalidades, y en consecuencia desde el largo plazo, esa es la historia subterránea y estructural, que de vez en vez emerge como una pesadilla de nunca acabar.

Una de las dimensiones utilitarias del conocimiento histórico es esa función terapéutica que tiene para racionalizar lo acontecido. El pasado puede convertirse en oprobioso, cuando se evita conocerlo en su integridad.

La mayoría de analistas políticos tiran de un lado a otro para intentar explicar o hallar una vía para exorcizar la actual coyuntura de caos y anarquía institucional. Y es que justamente cuando se piensa desde las coyunturas y del corto plazo, uno puede ensayar las más antojadizas teorías. Desde los que ubican el origen del actual desmadre a consideraciones étnicas, hasta los del otro extremo, que repiten esa letanía convertido en autoflagelo: que en el Perú se concentra la suma de desgracias continentales. Algo así como decir que nosotros seriamos los austriacos de América Latina. Así como se nos ha quitado territorios, se nos niega toda forma de virtudes republicanas. Sobre todo ahora que lo republicano está de moda.

Y Vidaurre no era precisamente un jurista e intelectual golpista, como esos republicanos de vitrina golpistas que abundan y deambulan hoy mismo. Personaje de tránsito entre los estertores del sistema de dominio colonial y las primeras décadas de la república, su seña más distintiva fue el apego a las leyes y al orden constitucional. Pero, entonces, ¿de donde salió tremenda sentencia que parece desmentir su biografía intelectual? En realidad, Vidaurre apela a las fuentes primigenias que le dan sentido y sustento a esa abstracción moderna que tanto obsesionó a Maquiavelo, Hobbes o Montesquieu. El pueblo soberano, última y única fuente del poder y legitimidad.

A finales de 1833, el enfrentamiento entre La Convención Nacional y el gobierno de Agustín Gamarra había llegado a un punto muerto, debido a esa tendencia ya echada a andar, de intentar perpetuarse en el poder, vía golpes de Estado o imponiendo a testaferros. Nadie como Gamarra para tales aventuras. Y Vidaurre, con un olfato histórico envidiable, en realidad anuncia con esa sentencia el desenlace previsible al abierto enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Legislativo. Interesa detenerse en las consideraciones de orden político, histórico y social, del que fuera el primer presidente de la corte suprema, pero que, en tal coyuntura, estuvo a favor y legitimaba la insurrección del pueblo, que es, a fin de cuentas, el depositario de la soberanía nacional. En realidad, los niveles de desorden y anarquía institucional habían llegado a tales extremos, que la frágil estructura del Estado republicano amenazaba con disolverse. O ingresar a un enfrentamiento terminal entre facciones del naciente militarismo peruano.

En enero de 1834, había que resolver la delicada cuestión de la sucesión presidencial y le correspondía a la Convención Nacional designar al presidente del Ejecutivo. La Asamblea dominada por liberales designó a José Luis Orbegoso como presidente provisorio. La respuesta de Gamarra fue la guerra. Se despacharon comisiones para detener a Orbegoso en el teatro y desterrar al presidente de la Convención, Luna Pizarro, los diputados Francisco Javier Mariátegui, Francisco de Paula Gonzales Vigil, Rodríguez Piedra y una veintena más de prominentes diputados del partido liberal. Y lo que sobrevino a esta guerra declarada entre el Ejecutivo y la representación nacional fue, en términos de Basadre, “por primera vez, en lucha callejera, el pueblo armado derrotó al ejército”.

No sería la primera y única vez que el pueblo soberano, ese gigante con cabeza de niño, despierte de su letargo, a lo largo de ese aún desconocido y dramático siglo XIX que da la impresión de que se niega a desaparecer. Los testimonios de la época dan cuenta cómo así la profecía de Vidaurre se fue gestando con método. Primero, el hartazgo entre la opinión pública debido a la falta de resolución de ambos poderes. Luego, la división del ejército, árbitro supremo del proceso político de la época. El ingreso de partidas armadas de civiles dispuestas a hacer valer a punta de pólvora y aguardiente al caudillo de turno. Lo que siguió fue una escena recurrente a lo largo de más de un siglo. Turbas armadas rodeando la ciudad, hasta llegar a la plaza de Armas y defenestrar al presidente de ocasión.

Las mentalidades colectivas van instituyendo determinados arquetipos que definen los contornos de la cultura política en un país. En estos doscientos años de vida republicana, en el inconsciente e imaginario colectivo está alojada cual astilla que, de vez en vez, destila pus o sangre, según el caso. Entre 1854 y 1857, una insurrección generalizada, que se inició en contra de la corrupción del régimen de Echenique, estremeció de punta a punta el país. En 1865 volvió la misma marea revolucionaria, esta vez en nombre de un nacionalismo germinal y en contra del gobierno de Pezet, acusado de pusilánime ante las demandas neocolonialistas de la monarquía española. El corolario sería el triunfo del 2 de mayo y la expulsión de la armada española. Entre 1895 y 1895, nuevamente montoneras en el norte, centro y sur del país convergieron en Lima para derrotar el militarismo y la corrupción encarnada en Cáceres.

El siglo XX no fue un remanso. Basta recordar la barbarie de 1932, a la caída de Leguía y la sucesión de militares vía golpes de Estado en el poder. Sánchez Cerro, Benavides, Odría, Velasco, Morales Bermúdez y Fujimori. Y todo ello para que, en 1980, con el retorno a la formalidad democrática, empiece otra sangría étnica y guerra terrorista. Decía Flores Galindo que la república se asemejaba a un péndulo de autoritarismos con brevísimos interregnos democráticos. También se preguntaba qué podría quedar en pie de esta república si se produjese una auténtica revolución democrática.

Para terminar, conviene citar, sobre todo para los suspicaces, el texto completo y profético de Vidaurre, antes de que caiga el régimen corrupto y autoritario de Gamarra: “Callarán por un momento las leyes para que renazcan las leyes. Lo que se llama muchas veces insurrección, es una ley sagrada de la naturaleza, que obliga a la conservación propia. Esta proposición se funda en axiomas incontrovertibles. Son estos: las autoridades se han constituido en bien común. El ciudadano en puesto que abusa de la confianza de sus compatriotas es un reo de estado. Los que turban el orden, e insultan a las autoridades, también lo son”(1).

(1) Vidaurre. M. L. Artículos constitucionales que son de agregarse a la Carta para afianzar nuestra libertad política, Lima, 1833, Imprenta de José M. Masías.

La República

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