Corte de agua en Lima HOY: ¿en qué distritos?

La estrategia Grete, por Alberto Vergara

Una reflexión sobre el gobierno Boluarte-Otárola, el mechoneo y sus consecuencias.

Desde que Dina Boluarte decidió disfrutar de su lotería presidencial a cualquier costo he pensado que lo realizaba con la “estrategia Grete”. Cuando hace unos días la mechonearon en Ayacucho pensé en el fracaso de la “estrategia Grete”. Y ahora me asalta la pregunta por cuáles serán las consecuencias de tal fracaso. Pero vayamos por partes.

I

Grete es la hermana de Gregor Samsa. Seguramente recuerdan la trama de La metamorfosis. (No, no le voy a decir cucaracha a la presidenta, no proyecten). Gregor es un joven comerciante que vive con su hermana y padres y una mañana despierta convertido en un insecto. Esta transformación trastoca su vida y la del hogar. Debe dejar el trabajo, lo cual genera apuros económicos para la familia, además de producirles ramalazos de pena, vergüenza y rabia. Después de todo, el monstruo sigue siendo Gregor, aun si ahora posee caparazón y antenas. Durante los meses de padecimiento Grete es quien muestra mayor comprensión y cariño por Gregor. 

Para cubrir las penurias económicas, la familia decide alquilar una habitación a tres inquilinos a quienes ocultan que conviven con semejante criatura. Una noche, Grete toca el violín para la familia y los huéspedes. Cuando Gregor la escucha abandona su habitación-escondite y se dirige a la sala imantado por la música. Al ver que se acerca un bicho horripilante los inquilinos se levantan entre gritos, afirman que dejarán la casa y amenazan con demandar a la familia. Es el inicio del fin de la historia: Gregor regresa a su habitación derrotado y la hermana se quiebra, grita, llora, no podemos seguir viviendo así, exclama, corroída por meses de vergüenza y carencia. Y entonces Grete dice la frase que quiero resaltar aquí: “Tiene que irse [en otras traducciones debe “desaparecer”]… Padre, solo tienes que intentar desechar la idea de que es Gregor. Que hayamos creído en ello durante tanto tiempo ha sido nuestra desgracia. Pero ¿cómo puede ser esa cosa Gregor?”.

Es decir, Grete le exige a la familia su propia metamorfosis: que transformen la idea que tienen del insecto (que ya no sea Gregor, aunque todos sepan que lo es) y, por añadidura, cambia la forma de nombrarlo: de Gregor a “esa cosa”. Esa transformación en el mundo de las ideas y el lenguaje es el requisito para poder desaparecerlo.

La familia no llega a hacerlo porque esa misma madrugada Gregor muere. Se instala un alivio incómodo. En la mañana el padre invita a su esposa e hija a olvidar el pasado. Se toman la jornada libre. Los tres Samsa se suben a un tranvía y Kafka subraya que, bajo el sol luminoso del mediodía, constatan que el futuro se abre lleno de oportunidades.

II

Hace un año comenzó en el Perú la estrategia Grete: la campaña para que modifiquemos la idea que tenemos de ciertos compatriotas y, de esa manera, hacer tolerable y legítimo su maltrato y desaparición. Visto con perspectiva este no es un fenómeno nuevo, ni esencialmente peruano. Boluarte, Otárola y sus valedores en el Estado y la prensa lo que consiguieron es ponerlo en escena en una escala y coordinación inédita. O sea, el terruqueo ha existido por mucho tiempo. El historiador Carlos Aguirre, en un artículo de 2011, ya subrayaba cómo el término “terruco” siempre estaba presente durante las torturas y violaciones por parte de la FFAA. La palabra funcionaba como un conjuro que convierte en respetable aquello que no lo es. Y en los últimos años se expandió el “terruqueo” en forma de agravio de amplio espectro. Pero aquello que existía de manera casi espontánea en una sociedad enconada y dividida encontró bajo el gobierno de Boluarte y Otárola una sistematicidad nueva. 

Ahora todos quienes pedíamos elecciones generales o repudiábamos violaciones de derechos humanos podíamos ser terroristas, vándalos, narcos, ponchos rojos o contrabandistas. Y ese “todos” es apenas una exageración: en enero del 2023, 93% de la ciudadanía reclamaba elecciones anticipadas. Una presidenta repudiada. Cuando algo o alguien convoca ese nivel casi unánime de rechazo lo más probable es que las protestas no se deban a la labor incansable de narco-terrucos-bolivianos. Pero ese fue el trato en la esfera pública. Casi toda la televisión y prensa escrita se sumaron. Portadas de varios diarios convocaban a que los ciudadanos no seamos “cómplices” por manifestarnos contra el gobierno. Todos sospechosos.

Al igual que Grete con su familia, éramos conminados a cambiar la idea que teníamos del país. Después de tres décadas repitiendo que se había derrotado al terrorismo, resultaba que el Perú estaba plagado de terroristas. Y de armas letales llamadas “dum dum” que traían los “ponchos rojos”, además de la acción de otros grupos criminales. Ante el New York Times, sin embargo, la canciller concedió que el gobierno no tenía ninguna prueba de que las protestas fueran obra de grupos criminales, pero, eso sí, agregó que ya las encontrarían (debe haber pensado que iba a una entrevista en Willax). Un jefe militar, junto a la presidenta y postergando a los ministros civiles, nos invitó a distinguir entre peruanos buenos y malos.

Y todos decretaron de facto que en este país no había derecho a manifestarse por razones políticas: pide tu agua o tu camino rural, pero la política es subversión. Que, por cierto, era algo que ya estaba presente de manera implícita en el fraudismo del 2021; el cual, es bueno recordar, no buscó eliminar votos de Castillo, sino miles de votos de peruanos de la sierra sur, incluyendo a los de Keiko Fujimori. (Recuerdo que alguien me increpó en aquella coyuntura que era exagerado afirmar que el intento de desaparición forzada de votos en el sur peruano era el anticipo de la desaparición forzada de personas en el sur peruano: no lo era). Finalmente, un ministro de educación de Boluarte afirmó que las mujeres andinas que marchaban con sus hijos eran peores que animales.

Boluarte y su entourage conectaron con una fracción del país que padece lo que el filósofo conservador Roger Scruton llama “oikofobia”: lo opuesto de la xenofobia, la fobia a lo que está dentro del país (“oikos”, hogar en griego). Es difícil encontrar en la historia peruana otros gobiernos que hayan agraviado así de abiertamente a la ciudadanía. Pero esto no se debe únicamente a rezagos históricos, es una estrategia para justificar lo injustificable: que en el Perú se asesinó al margen de la ley a 50 personas. Como Grete, nos invitaron a que ya no viéramos a ciertos peruanos como peruanos sino como seres legítimamente descartables. Porque entre iguales no se ejerce la crueldad, hay de degradarlos antes.

Pero a diferencia de Grete y los Samsa, han fracasado. No han conseguido desaparecer a todos los insectos; ni han logrado que olvidemos lo ocurrido, ni convencernos de que buena parte de los peruanos merecemos ser asesinados al margen de la ley (81% de la gente consideraba en mayo del 2023 que hubo violaciones de derechos humanos); y, menos aún, han logrado que alguien piense que de esta coyuntura surgirá un futuro de oportunidades: el programa “Con punche Perú” resultó ser “recesión con punche” y el “plan Boluarte”, un shot de esteroides para el sicariato y la extorsión.

III

¿Qué nos deja el fracaso de la estrategia Grete? Más allá de los resultados paupérrimos como gestión gubernamental, Boluarte, Otárola, su gente y valedores, nos legan un país quebrado. Dejan un sur peruano ahogado de rencor. Y en tal sentido a una ciudadanía que utilizará las elecciones para desfogar rabia. Una población enemistada con la institucionalidad del país. Ese rasgo social e histórico nuestro –el de la desconfianza entre nosotros y hacia las instituciones– se ha vuelto a profundizar con muertos, balazos y desdén. Boluarte y Otárola –y quienes han celebrado las matanzas cual si expiaran el terror a Castillo– han cancelado la posibilidad de un Estado y unas leyes legítimas.

También hay una consecuencia más difusa sobre la sociedad: Boluarte y Otárola entronan en lo más alto de la vida nacional el principio según el cual todo vale para salirse con la suya. Si hace falta, se mata, se arruina un país. Qué tanto. Y no hay consecuencias, ni responsabilidad. Para usar una categoría notable de Mirko Lauer hace unos meses: sociópatas cachueleros. Son la aristocracia del sociopatismo-cachuelero.

Por cierto, sociópatas, pero no cojudos. No meten bala en Lima: la cobardía de ser implacables con lo más débil de la ciudadanía. Que, además, es la que con sus votos les permitió llegar a ser alguien: Otárola con Humala y a ella presidenta. Ambas plataformas que en su día defendieron todo aquello que hoy sindican como idearios narcoterroristas. En fin, corsarios del vale todo. Y si los gobernantes violentan las leyes más elementales de la república para disfrutar un par de años de carros, viajes y fotos (aunque el Papa ponga cara de asco), ¿por qué debería yo pagar mis impuestos, respetar la ley, ser solidario con el prójimo? Boluarte y Otárola son una suerte de ácido disolvente, champions de la anomia. Porque, aunque sean repudiados junto al congreso, su magisterio del oportunismo gore se infiltra en la sociedad. “¿Quiénes han matado a nuestros hermanos?”, se preguntó a sí misma la presidenta para acto seguido responder: “fueron ellos mismos porque de esa manera querían doblegar a un gobierno constitucional”. Fueron ellos mismos…

Alberto Vergara

A mí no me cumbén

Como nadie le paga por jugar fútbol, tocar guitarra o ir al cine se dedica a la ciencia política. Es profesor en la Universidad del Pacífico. Ha publicado una decena de libros entre propios y editados. Su libro más reciente es Repúblicas Defraudadas: ¿Puede América Latina escapar de su atasco? (Crítica, 2023). También ha publicado el libro infantil Otta la gaviota que tenía… ¡vértigo! (Planeta junior, 2022).